martes, 22 de marzo de 2011

Homenaje a Edouard Glissant (1928-2011) Textos


Glissant, Édouard.1958. Sol de la conciencia. Barcelona: El Cobre, 2004.
La experiencia revelada (66-67)
Hay que hablar de racismo. Aquí todo son matices; acuso ahora, pues, a cuanto me lastra, más que a lo que me oprime. ¿Quién referirá la pequeña burguesía antillana con complejos racistas? Esa sutil valoración de las tonalidades; ese superficial sentirse a gusto; la nostalgia soterrada de los ojos azules; más en lo hondo de ser, cierto reflejo de desprecio vengativo hacia el “blanco antiguo”; el apego al irreflexivo a la Gran Patria (símbolo, en consecuencia, impreciso y vano a más no poder)… ¡Enjambre atormentado de contradicciones!... El más logrado éxito del colonialismo. No posee la trágica aspereza de los trabajos forzados de África; ni el esplendor de las ejecuciones de la India, por boca de cañón; ni la limpieza implacable de las razas de Extremo Oriente. ¡Pero cuánto mejor acabada está la labor! En realidad, los países coloniales se libran de la gangrena interior del racismo mediante sus clases populares. Sé que no es éste ya un problema inmediato, sino de segundo orden, para los trabajadores agrícolas de las Antillas. ¿Pero qué hacer cuando una persona “evolucionada” de esas comarcas, en quien, por lo demás, reside sordamente el rumor de la superioridad blanca, y de la que sé que no es ni estúpida ni radicalmente inculta, afirma que el racismo es una inclinación inevitable, imparable, innata? Ves el resultado. Que tiene tanto peso en la balanza del colonialismo como las ejecuciones, las explotaciones y las hambrunas. Pues, en el primer caso citado, la empresa ha triunfado a más no poder: al individuo le han arrebatado, más allá de las desesperaciones y los odios, incluso el sentido de la medida del hombre. El problema racial queda atrás. (¡Me da náuseas esta sopa pálida!) Quiero decir que hay  que dejar de convertirlo en algo absoluto, para dilucidar las razones motrices del racismo, bien parezcan sociales, económicas o políticas, que les dan pie para seguir con su azote.

Ciudades, poemas (87-88)
Presencia y total soberanía del mundo, en tanto en cuanto ámbito brindado en adelante al apetito, en tanto en cuanto persistencia cuyo significado pleno hay que sobrellevar, a cuya esencia no es posible ya renunciar. El exotismo está definitivamente muerto desde el momento en que la geografía deja de ser absoluta (es decir, en este caso, limitada a sí misma) y empieza a ser solidaria de su historia, que es la del hombre. La confrontación de los paisajes ratifica la de las culturas, la de las sensibilidades: no como exaltación de un Desconocido, sino como la forma de librarse por fin de su corteza para conocer su proyección en otra luz, la sombra de que lo seremos. Ya no es un viaje premeditado, sino necesario. La gigantesca trituración de los descubrimientos, de los análisis (que van del ensueño exótico a la labor del etnógrafo, pasando por el libro de aventuras), ha movido de sitio los motores de la sensibilidad. No podemos ya soñar con las ciudades secretas de América del Sur sin acordarnos de la actual situación de los peones; y no podemos ya pensar en el conocimiento que ansía el hombre sin que los latidos del pulso terrestre nos golpeen con su irremediable y tentadora oscilación.
            Cuánto se exacerban entonces los deseos y qué difícil es precaverse de algo semejante a una exaltada turbación. Es obra de la adolescencia; y somos adolescentes en esta nueva riqueza nuestra. ¿Quién no ha soñado con el poema que todo lo explica, con la filosofía cuya última palabra ilumina el universo, con la novela que ordena todas las verdades, todas las pasiones, y las guía y las aclara? Obra que empezaría en las tranquilas noches septentrionales, desvelaría todos y cada uno de los fiordos, abarcaría los Trópicos para remansarse en la blancas extensiones del Sur, Novela que proporcionaría los vínculos, los enrevesamientos, la síntesis, lo UNO?
            Hay entonces que cerrarse al flujo. O, más bien, escuchar primorosamente cómo crece; pero aferrarse en el acto a un cuadrado de tierra, a problemas cotidianos, a la estricta medida de la vista. Si no, nuestro delirio nos anega y el mundo se desvanece en los humos del desbarajuste absoluto que él mismo ha provocado. Es efectivamente el arte uno de los ámbitos de esa fijación. Se interesa en éste y, luego, en aquel otro capítulo del gran libro movedizo, y no en toda la Ola; desemboca en todas las ocasiones en una adquisición. Y, si no resuelve problema alguno, al menos ayuda también a plantearlos en la luz excesivamente difusa, cuando el conocimiento es posible y siempre futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario